martes, 28 de julio de 2009

RECORDANDO


Todavía puedo escuchar las exactas palabras y el sentimiento que me produjeron.

Había caminado mucho, o al menos así lo era para una niña de 8 años que no salía de su casa y sufría de constantes ataques de asma, por el camino junté piedritas que me parecían curiosas, por su forma o su color, cada que ponía una en la bolsa hacía un ruido al caer que todavía me encanta.

Mi meta: llegar al pozo, nunca lo había visto, solo sabía cómo era por la historia que me contaron casi todas las noches desde que recordaba. Tenía que correr, no podía tardarme mucho.
Comenzaba ya a sentir esa sensación tan característica en mi en ese tiempo, como si algo me desgastara la garganta, como si cada respiro llevara con él algo que me corroía por dentro, me recargue en un árbol y lo abracé, cerré los ojos fuerte y recordé las palabras de mi madre esa mañana: “no te vayas a ir muy lejos, solo al árbol del columpio y regresas”, yo ya había pasado el árbol del columpio hace mucho, pero no podía decirle que quería ver el pozo, jamás me hubiese dejado ir.

Abrí los ojos de nuevo y miré a mí alrededor. Lo vi, así que con junté todas mis fuerzas físicas y mentales y pensé que si ya había llegado hasta ahí, podía hacer un esfuerzo más por llegar hasta él. Llegue y me recargue en el borde del pozo y me paré de puntillas para mirar en su interior, trataba de ver el nivel del agua y saber si la historia era cierta, no podía ver nada, el agua, si es que había, se perdía en la oscuridad y profundidad del pozo. Me metí la mano a la bolsa y moví las piedras buscando la más grande, la tomé y la saqué, era del tamaño de mi puño, la sostuve a la altura de mi cabeza, bajé la mirada para tratar de ver algo cuando la piedra cayera, hice una cuenta atrás en mi mente, 1, 2… no pude terminar, alguien me detuvo.

-“Qué estás haciendo? le vas a dar en la cabeza a la tortuga!”-

Rápidamente pegue la mano a mi pecho y asustada voltee para ver quien había dicho eso. Era un niño, de más o menos mi edad, caminaba hacia mi mientras decía -“Que no sabes que ahí vive una tortuga?”- cuando estuvo frente a mi extendió la mano pidiéndome la piedra, yo se la di y lo miraba con los ojos bien abiertos, respirando agitadamente y preguntándome cómo podía saber él sobre la tortuga, nadie más podía saberlo.